Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto tiempo exactamente-, con muy poco o ningún dinero en el bolsillo, y sin nada en tierra que me interesara, creí que podría ir a navegar por ahí y ver la parte acuática del mundo. Es mi modo de ahuyentar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que me sorprendo con una expresión de tristeza en la boca que va en aumento; cada vez que un húmedo noviembre de lloviznas anida en mi alma; cada vez que me descubro deteniéndome involuntariamene ante las tiendas de ataúdes y siguiendo cualquier funeral con que me encuentro; y especialmente si la
hipocondria me domina de tal modo que hace falta un sólido principio
moral para no salir  a la calle  a derribar
metódicamente los sombreros de los transeúntes, entonces, comprendo que ha llegado la hora de hacerme a la mar cuanto antes. Este es mi sustituto para la pistola y la bala. Con una floritura filosófica, Catón se arroja sobre su espada; calladamente, yo me subo a un barco. En esto no hay
nada sorprendente. Aún sin saberlo, cualquier hombre que se precie, en alguna que otra ocasión, abrigaría sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.
Quizás el más bonito inicio de un libro jamás escrito. Sí, pues el fragmento que acaban de leer corresponde al primer capítulo de Moby Dick, mi libro preferido de todos los tiempos. Creo que nuestra filosofía de vida queda recogida entre esas páginas, pues cada capítulo de esta excelsa obra es un fino estudio del hombre como tal y su condición. Es una maravilla de muchas facetas que puede interpretarse de muy diversas formas, tal es su complejidad y profundidad. Especialmente brillantes resultan algunas disgresiones que introduce el autor, ya sea sobre cetología o religión. Pero lo que verdaderamente me fascina es la perenne sensación de fatalidad inminente, misterio y terror que permea algunos pasajes brillantes. Pareciera que el Pequod, al mando de Ahab, si cabe uno de los personajes literarios más perfectamente descrito, fuera ya desde antes de echarse a la mar un enorme feretro enjaezado cual caballería -de jinete pálido cuyo nombre es Muerte- de velas, jarcias y estachas. Imaginen este gigantesco ataud surcando la más grande tumba de la Humanidad en pos de un demonio de color blanco. Pues, ¿no son los océanos enormes tumbas acuáticas que custodian muertos por millares? Sí, y en el mar acabamos nuestra vida, regresando a sus aguas. Decía yo que vivir es un eterno regreso a casa, y la única casa de todo hombre es la Muerte, porque es la única e implacable certeza que nos regala nuestra existencia. Antes o después volvemos a la mar, y sobre nuestros huesos blanqueados navegará el Pequod. ¿No somos nosotros, entonces, Moby Dick?, ¿ no es Moby Dick la Muerte que vive en una inmesa tumba de agua? Claro que sí…

Por todo ello, esta novela es una de las obras cumbre de la literatura universal. Una vez que la lees, es imposible olvidarla. Yo la releo cada año en verano y especialmente cuando siento el impulso de lanzarme a la calle a golpear sistemáticamente los sombreros de los transeúntes; cuando un noviembre lluvioso y húmedo anida en mi alma… Cada vez me cuesta más darle sentido a todo.

Domine, Iesu Christe, Rex gloriæ, libera animas omnium fidelium defunctorum de poenis inferni et de profundo lacu.

El pasado vuelve a buscarnos, desde el Abismo. Y la memoria nos rescata maravillosamente de lo vivido para ver lo que está por venir. Vivimos lo que hemos visto ayer.

Miren que curioso homenaje, porque supongo… estoy seguro, es un bonito homenaje. A la izquierda Barrowmaze y a la derecha La Ciudad Perdida. Más de veinte años los separan. Y todo vuelve a empezar. Preciosa coincidencia y homenaje sentido.

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